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Rascacielos

  • Hugo Cobián Gallardo
  • 21 jun 2015
  • 5 Min. de lectura

¿Lo sientes? Proveniente del sonoro viento, de las estrellas y de la luz lunar. Entra por los poros de la piel, se desliza por los pliegues de las orejas culminando en el odio interno, viaja por la nariz y provoca placer. Se llama incertidumbre. Una gloriosa. –Claro que la siento, me provoca una sensación parecida al primer beso o aquel momento en que un chico mete la mano en tu brasier. -¿Recuerdas la primera vez que yo lo hice? –Obviamente, estabas borracho, los dos lo estábamos; en realidad ahora que lo pienso te portabas como un idiota, no dejabas de ver mi escote. Tomaste mi nuca cerrando tus dedos en mí cabello, mordiste mi labio y tu mano izquierda se escabullo en la blusa. Era una niña en ese entonces. –Lo sigues siendo. –No, no lo soy. No dejabas de mirarme a los ojos, me encontraba en trance, sin llegar a más lograste que mi mente cayera en una interminable y cromática espiral. –Siempre he sido un idiota y lo sabes, el más divertido que conocerás. Pero estás equivocada, pudo ser violento mi actuar, pero un tierno deseo me impulso, te quería. Lo anhelaba. –Con esas respuestas lo pienso cada vez más, eres un tonto. Pero sí, es bastante obvio. Serás el último idiota con el que me cruzaré. –Ven, acerquémonos a la orilla. Ja ja ja, tranquilo, sólo nos sentaremos en el precipicio, no hagas esa cara de sorpresa, ¿estás arrepintiéndote?, ¿no? Está bien, ven junto a mí, siéntate en el frío y antipático metal, el monumento del progreso. Junto a las herramientas que fabrica el hombre, las maquinas que construyen, las esperanzas del pobre y el sudor del jodido. No es necesario hacerlo ya, tomemos aire, disfrutemos la vista y los regalos de la naturaleza. –Perfecto, quiero visualizar mi último paisaje. Es impactante. -¿Y dime que ves? –Aparte de tus gigantescos, verdes y brillosos ojos, tu largo cabello, tu firme busto y tu vientre plano? –Sí, independientemente de eso, ¿qué ves? –Miro al firmamento y me pierdo en el.

Como los sentimientos la inmensidad del universo es indescriptible. Por momentos da miedo: aplasta, confunde. Una verdadera lástima que la bombilla apague su más intima y destellante belleza. Desciendo la mirada al punto donde el humano acostumbra mirar, la tediosa línea recta que representa el frente, nos olvidamos de mirar al cielo. Ahí observo en el fondo y como una inminente capa negra la oscuridad producida por el movimiento de rotación de la tierra. Dentro de ella las luces viajan a la velocidad del sonido, intermitentes y moribundas, perdiendo la batalla como lo más veloz e insaciable del universo. Veo años de civilización alzándose frente a nosotros, la idea de progreso que término en fracaso, utopías derruidas por los mismos que las conceptualizaron, contemplo un campo de batalla el cual no ofrece tregua, la tierra de nadie humillada, sitiada y mancillada. Hay soledad y desespera. –Siempre cargas el espejo del pesimismo. Estar en un piso treinta y seis; bueno, treinta y cinco y medio, cuando tenga un techo lo será, en la víspera de navidad, en una noche fría y desolada te otorga el poder del alejamiento, pierdes conexión con los hechos; la contemplación desde un punto lejano no es del todo buena, sí bien tomar un poco de distancia ayuda a reflexionar sin ser participe directo, también te vuelve apático. Es una dualidad aberrante y necesaria, sin referirse al pesimismo Proust dijo algo parecido: la costumbre puede ayudar a que el humano se establezca y soporte la rutinaria vida, pero atenerse a ella frena el progreso.

–Siempre criticándome, ¿tu que observas? –Para mí las luces no están muriendo, al contrario, son signos de lucha y superación, dentro de cada luz hay un ser humano que la encendió, una mano movida por el deseo de seguir adelante, de alumbrar un sombrío camino. Las edificaciones no son el fracaso del la civilización, son el deseo de conservarla, de llevarla un paso más allá, lograr estabilidad y construir más alto y más lejos. El panorama me parece un mapa del avance humano; arduo y doloroso, sin embrago, esperanzador y lleno de buena voluntad. Voltear al cielo es ocioso, aquí se encuentra lo importante, no allá donde el humano nunca será conquistador. –Me cayó una gota, es raro que llueva en la noche de un veinticuatro de diciembre, que no caiga con fuerza; la lluvia golpea, nos ahoga. -Que visión más desastrosa tienes, la lluvia y por lo tanto el agua nos da vida, fortalece las plantas, las hace crecer, ellas nos llenan los pulmones y por lo tanto nos faculta a ti y a mí el poder observar esto. Del mono y el mono del agua, Oparin y Darwin. Pero dejemos la filosofía barata. Te ves encantador cuando estas expuesto al viento y al agua, tu pequeño fleco danza al compas de la corriente, tus labios se mojan y me parecen sensuales. Acércate, dame un beso y abrázame. –Siempre tendré un beso y un abrazo para ti, hasta hoy, en el final. -¿Crees que todo se arruine y nos descubran? –No, no lo creo, elegimos una buena noche, todos intentan estar con sus familias, nadie sabe que estamos aquí. Tranquila. -¿Nos dolerá? No habrá tiempo para sentir dolor, será instantáneo. No me preocupa el dolor, es el después lo que me da terror. ¿Después de qué?, ¿morir? –Sí. Es algo que no sé, probablemente mutemos a espíritus, tal vez fantasmas. O sólo se apague el cerebro y sea un vacío inconsciente y eterno. Probablemente terminemos en el cielo o en el infierno. O ninguna de las anteriores. –La idea de los fantasmas me agrada, y como tú te crees bien lista por haber hablado de Proust, yo puedo citar a Pacheco, “Violo la cripta a medianoche. Halló su propio cadáver en el sarcófago.” -¿A caso dices que ese será nuestro castigo por lo que haremos? ¿estaremos condenados a divagar en forma de espectros eternamente? –No, no lo creo, no existirá ningún castigo. El humano no elige cuando ni como nacer, pero la evolución nos otorgó la capacidad de razonar, y mientras la poseamos estaremos facultados para decidir cuando morir, esperar la muerte sin propósito alguno no tiene porque ser una regla en la vida terrenal.

–Sabes que te amo ¿verdad? –Lo sé, ¿tu sientes que yo también lo hago? –Lo siento y lo creo. ¿Ya es momento? –Creo que lo es. La noche nos encierra, el viento nos acaricia y el agua desliza. –Una última cosa, recuérdame porqué lo hacemos. –Simplemente no comprendimos la vida, fue un juego en el cual las reglas no entendimos. Lo hemos platicado mil veces. –Ya, quita esa cara tan seria, yo sé que lo hemos hablado mucho, sólo te molesto. Me gusta hacerlo. Entiendo que en tu pesimismo encuentras tus razones, en mí poca adaptabilidad y falta de propósitos están las mías. –Es tedioso aportar argumentos al porqué, el humano debería aprender a callar más seguido, escuchar y reflexionar. Lo haremos solamente porque así lo hemos decidido, argumentar no siempre es necesario, algunas historias sólo deberían terminar con un largo y acentuado etcétera. Es perdida de tiempo racionalizar el sentimiento. –Dame tu mano- -Dame la tuya. -¿Contamos hasta tres y saltamos? –Contemos. -¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!

 
 
 

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