Agujas en la piel
- Thalia Fierro
- 25 jun 2015
- 3 Min. de lectura
El tatuaje es una práctica que ha apelado a la necesidad humana de simbolizar, de representar, de comunicar algo a través de la piel, desde la pertenencia o el rango en un grupo o tribu, hasta hazañas, aventuras, ideas o sentimientos.

Agujas en la piel, de: Thalia Fierro
Tatuaje viene de tatau, palabra polinesia en la que “ta” es dibujo y “tau” piel. El tatuaje es una práctica multicultural que, ya sea de forma manual o por medio de una máquina, introduce tinta bajo la piel.
El tatuaje es una práctica que ha apelado a la necesidad humana de simbolizar, de representar, de comunicar algo, a través de la piel, que puede ser desde la pertenencia o el rango a un grupo o tribu, hasta hazañas, aventuras, ideas o sentimientos.
La concepción original del tatuaje se ha desvirtuado a lo largo del tiempo, esto debido a varios factores, entre ellos la apelación que conlleva a -lo primitivo, a lo salvaje-, que es lo contrario al concepto del hombre occidentalizado, una idea del hombre culturalmente superior. Por otro lado, si bien el tatuaje es una forma de comunicar, es también una representación de pertenencia a diversos grupos; aproximadamente desde el siglo XIX se hicieron estudios con perspectivas médico-criminológicas que han hecho del tatuaje parte importante del ámbito carcelario a través de discursos con fuertes dosis de prejuicios que multiplican los estigmas. Si el estigma se hace de rasgos o atributos que exhiben -algo malo y poco habitual en el estatus moral de quien los porta- “querer tatuarse significa entonces convertirse en alguien desacreditarle, peligroso o sospechoso” (Goffman, Erving, Estigma. La identidad deteriorada) desde entonces esta práctica quedó identificada con lo subalterno y lo marginal como la prisión o los barrios. A todo lo anterior hay que sumarle la concepción de los cuerpos como templos que no son más que implicaciones éticas que exigen respeto lo que impide atentar contra la dignidad o el bienestar físico, se percibe por lo tanto al cuerpo como algo sagrado y la violencia que se inflija en el –el dolor de las agujas en la piel- equivale a despreciar su condición de persona.
Lo anterior es un doble discurso moral, que sanciona al tatuaje, pero no a otras modificaciones corporales, por ejemplo las rinoplastias, los implantes o, incluso la pigmentación de las cejas, por ejemplo. El castigo y el prejuicio en la actualidad son por lo tanto, consecuencia de cierto conservadurismo mental o esa obsesión nacional por las apariencias y el qué dirán. Cuando pensamos en hacernos un tatuaje, nos ponemos muchos – peros- internos, no sólo en cuanto al diseño a seleccionar, sino en cuanto a las consecuencias, consideramos el tamaño: que sea o no vistoso; la parte del cuerpo: ¿dónde lo pongo?, que no se vea mucho o que se vea todo; hacemos guiones de lo que dirán nuestros padres: - no mientras vivas en esta casa, no porque no vas a poder donar sangre, o si lo aprobarán o no; y si limitará nuestras opciones de trabajo, etcétera. Lo que es importante es buscar un establecimiento que cumpla con las normas de salubridad establecidas para realizar tatuajes.
Par de datos a favor – claro, de aquellos que quieran tatuarse o ya lo estén-. La Secretaria de Salud (SESA) indica que sí se puede donar sangre después de un año de haber realizado alguna intervención quirúrgica, lo que incluye perforaciones y tatuajes, además el Consejo Nacional para prevenir la Discriminación (CONAPRED) en el boletín de prensa 2015/023 establece que el uso de tatuajes no debe ser motivo de discriminación laboral.
Ante este entramado de significaciones y condiciones el tatuaje resulta complejo, aun así, una vez hecho permanecerá como un recordatorio de otro tiempo, pasado pero todavía vivo. Sólo es cosa de decidirse, encontrar o diseñar algo y soportar por unas horas la marcha de una aguja que rasga y penetra la piel y esa mezcla de tinta y sangre, la hinchazón que a ratos punza y provoca comezón. Después el cuerpo estará resignificado y cargado de sentido.
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